TEXTO DEL CATÁLOGO. Enero-Febrero, 1991
A la satisfacción que me produce presentar los últimos trabajos de Aurora Cañero, se une mi admiración de siempre por toda esa simbología tan personal que surge de dentro de sus obras.
Cuando, como en este caso, una obra de arte es sincera, no necesita definiciones, etiquetas, precisiones o límites porque -como todo lo bello- tiene su significado en sí mismo.
Como le ocurre a todo artista de hoy, Aurora, en medio de diversas tendencias, tenía que escoger la suya. De la diversidad de modas y opiniones que agitan el ambiente, extrae independencia, ganando en libertad y prosiguiendo sus búsquedas, avanzando por una senda propia, más segura y clara a cada paso.
El tiempo y el espacio, con la figura del hombre como centro, son los tres componentes básicos que definen su escultura.
La relación del hombre con el mundo, la investigación del espacio y del tiempo existenciales, se traducen en la creación de un universo enigmático y poético, plagado de acentos musicales y delicados.
Únicamente un atento espectador puede descubrir los infinitos matices que encierran la clave de este exquisito y equilibrado microcosmos.
Por esta razón, merece la pena acercarnos a estas esculturas, indagando con ellas el alma de las cosas, arrancándolas secretos inexistentes para los demás.
Penetrar en ese mundo intemporal, silencioso y solitario, hecho de sueños y fantasías que se elevan en un vuelo.
Finalmente, aproximarse a esas figuras de timidez soñadora y sonriente, y dialogar con ellas para que nos digan al oído el mágico misterio que nos ayude a descifrar el sentido de la existencia.