AURORA CAÑERO

TEXTS

José Marín-Medina

AURORA CAÑERO:

ESPÍRITU CLASICO Y REPRESENTACIÓN ALEGÓRICA      

 

Cuando en este pasado mes de abril visité por primera vez -y en compañía de Aurora Cañero- el depósito del conjunto de sus esculturas, que ocupa desahogadamente la amplitud de una nave industrial en el polígono de Campo Real (Madrid), me sentí, aquella tarde lluviosa, transportado a una atmósfera de luces imprevistas, a un espacio de representación muy especial, en el que alternan antiguos dioses del Olimpo con vigilantes de playa de Miami y con socorristas de Biarritz. Allí, el desnudo bíblico de la figura flagrante de Salomé, transportando -sobre su propia testa- la cabeza cortada del Bautista, intercambia lugares con una especie de obeso, grosero y contemporáneo rey Midas, que se toma su baño en una tina repleta de espuma y de monedas de oro fino. Se suceden también diversas parejas de enamorados -permanentemente desnudos-: así, los de Navegando juntos -en una barca estrecha y larga, sustentada sobre varas, suspendida en el vacío-; así, los de No disturb -amantes entregados al beso y que defienden la intimidad de su abrazo del acoso de los mirones, mediante una espiral de espino que se despliega, amenazante, en torno a sus cuerpos-; y también la rodiniana pareja de Persuasión -en la que la mujer toma la iniciativa en la acción y el efecto de seducir-. Asimismo, allí se enfrentan las imágenes de los estrelleros de Ur -con sus faldellines desplegados- de la serie Reflexiones sobre los cuerpos celestes y las estatuas de los astrólogos meditativos de la suite Ingravidez. Están, a la vez, las imprevistas columnas configuradas por cabezas superpuestas, representando -de forma literal- las reglas de proporción de la figura humana o cánones clásicos, y las masculinas testas-retrato del ciclo Tan lejos, tan cerca, sobre las que andan encaramadas las figuras saltarinas de unos pequeños simios…

 

Había viajado yo a esta nave previendo penetrar en la calidez laboral y humana del taller de nuestra escultora, y me encontré, en cambio, introducido en una escena y en una suerte de acción teatral, que hacía presentes, por medio de figuras modeladas y fundidas, los argumentos de la imaginación de Aurora Cañero. A lo largo de esa visita, me aseguré en mi intuición previa, hasta convencerme de que la obra de Cañero no pertenece a la secuencia de la estatuaria de “los realismos”, sino a la escultura del nuevo “arte de representar”. El papel de representación que se ha confiado a estas esculturas es el de explorar y transcribir, interpretar y trasladar el temblor de la subjetividad de su autora a la objetividad de unas imágenes fundidas en metal con vocación de permanencia, procurando lograr hacer visible lo invisible, a través de la indagación personal, así como mediante concepciones e iconos del lenguaje de nuestra tradición, es decir, de nuestra cultura, de nuestro clasicismo. 

 

La actitud en la que se cimenta el proceso de esta estatuaria, no arranca, pues, de “copiar” un determinado número de formas e imágenes académicas, sino de asumir el “alma griega” y el espíritu renaciente, dejándose penetrar por ellos. Esta actitud conecta con la mantenida por los teóricos nuevo-clasicistas, quienes propugnaban -como escribía Antoine Quatremère de Quincy- “el buen uso de lo antiguo, derivando de él, sobre todo, que el lenguaje clásico por excelencia es el de la alegoría, y así la escultura podrá proclamar sus propias verdades utilizando precisamente unos caracteres que sean de naturaleza abstraída y de validez universal”. Dentro de ese mismo sentido, la imitación propia del clasicismo se define como la “imitación ideal”, es decir, la imitación que renuncia a reproducir los modelos dados por la naturaleza o por la cultura, para alcanzar una representación efectiva del mundo de las ideas. 

Por tanto, para Aurora Cañero, la representación figurativa consiste en crear una imagen a partir de un concepto o “modelo ideal”, el cual jamás se encontrará verdadera y fielmente en la realidad, pues pertenece con exclusividad al ideario estético y al sentimiento humano de su autora. Por eso las composiciones alegóricas de Aurora Cañero constituyen verdaderos ideogramas, definidos por el valor significativo de las imágenes, y desarrollados en ocasiones por el recurso a los valores de la narración. En consecuencia, las figuras de este arte no se inscriben en realismo ni en naturalismo alguno, así como tampoco “reproducen” modelos concretos de nuestra vida ni de nuestra tradición. Son invenciones, inspiradas en la naturaleza, y simultáneamente en el “bello ideal antiguo”, adoptando un carácter estético personal, y haciendo que la obra resulte inconfundible, sean cuales fueren sus referentes inmediatos o históricos.

 

Así, por ejemplo, la imagen de Salomé -en la versión de cuerpo entero, avanzando en el espacio, que nos propone Aurora- es cierto que recuerda con viveza los sensuales desnudos femeninos de los cuadros de Lucas Cranach el Viejo, desplazándose en el espacio con coquetería y adornándose con la horizontal de muy bellos y desproporcionados sombreros; pero, casi al propio tiempo, comprobamos con sorpresa que el “sombrero” con el que se toca esta figura de Salomé no es aquí otra cosa que el plano enorme de la bandeja en que va depositada la cabeza del profeta degollado. Otro ejemplo: las estatuas de personajes masculinos con faldas, pecho casi descubierto, cabeza rapada y rostro imberbe, que integran una de las series del ciclo de Cañero titulado Reflexiones sobre los cuerpos celestes,  rememoran fácilmente, a primera vista, los prototipos de las estatuas de bulto redondo de la cultura caldea; sin embargo, enseguida y con renovada claridad, diferenciamos unas obras de las otras, ya que estos bronces de Cañero, primeramente, renuncian al modelado primitivista, rudimentario, de las piedras mesopotámicas; a su vez, sustituyen los largos flecos de los faldellines de los sacerdotes asirios por representaciones poéticas de las superficies, relieves o mapas físicos de nuestros planetas; y, en tercer lugar, estos magos que nos propone Aurora, cambian por completo las actitudes orantes que caracterizaban a las estatuillas y relieves caldeos, haciendo que sus figuras adopten ahora poses de investigadores meditativos y de observadores concienzudos del cosmos.

 

Consecuentemente, Aurora Cañero inicia sus obras a partir de referentes plásticos e iconográficos conocidos, pero no para insistir sobre ellos, ni tan siquiera para renovarlos a través de un “aggiornamento”, sino para inventar miradas inéditas y para configurar nuevas obras y nuevos símbolos que los trasciendan. Estamos, pues, ante unas esculturas dotadas de sentido de totalidad, ante unas obras en las que todo cabe, pero en las que su autora acepta el reto de superar las formas y los sistemas de la tradición, para desembocar en una expresión personal en la que queden conjuntamente plasmadas tanto la narración alegórica que le interesa representar, cuanto las expresiones de su propia interioridad y de su particular convicción. 

 

Todo esto testifica no ya la madurez reconocida de la práctica escultórica de nuestra artista, sino el estado de plenitud que ha alcanzado su persona, y, con su personalidad, su obra. Son trabajos que testimonian que Aurora Cañero se encuentra capacitada para plasmar en escultura cualquier cosa que se proponga: la pujanza de la emoción; la confrontación brutal del hombre individualizado con el implacable sentido globalizador del cosmos; la síntesis y la reducción de lo mítico, lo teórico y lo ideal a dimensiones humanas standard; la reafirmación de la belleza como destino de la creación artística; la eficacia de conectar el presente con tradiciones diversas, pasadas o contemporáneas; la acción vivificante de borrar fronteras entre naturaleza y artificio, entre original y copia; el sentido de reinventar híbridos mitológicos, o heroicos, en los albores de un milenio nuevo; la materialización sublimadora de fantasmas autoeróticos; el liberador atrevimiento de abordar temas que la mayoría de los artistas actuales evitan, incluidos los asuntos bíblicos y los relatos de la mitología clásica… Por eso las esculturas de Aurora Cañero son capaces de sorprender, sobrecoger, conmover y seducir al espectador, porque a un mismo tiempo lo vinculan en la memoria visual e histórica de nuestra cultura, y lo conmueven en sus procesos sensitivos, en el flujo de sus sentimientos.

 

Dentro de esta singularidad temática e iconográfica -que no rehuye la crítica ni, por supuesto, la ironía-, importa comprobar cómo en las composiciones de figuras desnudas elevadas  sobre el suelo, y en los torsos elegantes, y en los bustos apretados y frutales, y en las firmes testas de bronce de Aurora Cañero… alienta con eficacia el sentido de nuestro arte escultórico tradicional: la grandeza derivada del “papel divino” -como decía Baudelaire- que los occidentales, desde el Mediterráneo, hemos confiado al arte de la escultura, con el afán de poder situarnos “ante realidades que, al fin de cuentas, no son terrenales”. En esa misma orientación se preguntaba y se decía Teófilo Gautier -y nos sigue inquiriendo y asegurando a nosotros ahora- “¿qué puede la escultura sin los dioses y los héroes de la mitología, que le proporcionan pretextos temáticos y formales plausibles? Toda escultura es forzosamente clásica. En el fondo de su ser habita siempre la religión de los Olímpicos”.     

 

Aurora Cañero se reafirma en ello, y lo hace sumándose a ese interesante puñado de escultores singulares que se sitúan a contracorriente de un mundo y de un tiempo como los nuestros, en que nos encontramos  asediados por las imágenes fugaces de lo cotidiano (imágenes de los “mass media”, de la publicidad y de la industria del espectáculo) y que asumen su condición intrínseca de iconos efímeros (pues se producen como fotografía, cine, televisión, vídeo, Internet…), contraponiendo estos escultores a esas imágenes una iconografía y una técnica acuñadas por el paso de los siglos, y realizando unas obras marcadas por la vocación de perennidad. Una vocación que comporta el compromiso de utilizar el “arte de la  representación” para reinventar la vida, el propio arte y el derrotero deslizante de la historia, desde los parámetros de nuestra cultura.

 

Cerramos la nave de esculturas. Dejamos atrás el polígono industrial y el pueblo de Campo Real. De regreso aquella tarde a Madrid, Aurora Cañero, Miguel Lario y yo hablábamos y criticábamos de arte público y del mercado del arte público... Pese a todo, o por encima de todo, en efecto, entre las cortinas sucesivas de la llovizna, de cara a las luces del atardecer primaveral, relucían -con el brillo del charol- los propios cuerpos elásticos de diversos dioses transeúntes sobre las pasarelas para peatones de las autovías…, y las mujeres de los grandes relatos aguardaban en silencio bajo los paraguas y las bóvedas metálicas de las paradas de autobús…, y en los stops de las glorietas hacían turno lolitas y salomés rozagantes entre el fragor de los centauros…, y por los amarillos primeros pasos de cebra de la ciudad cruzaban ya, apretadas, las primeras intensas sombras de la noche…, y, entre los automóviles, se desplazaban aros ligeros con figuras encaramadas como equilibristas imposibles…