EL BRONCE QUE SUSURRA
Todo mito es representación y, en consecuencia, cuanto de él percibimos viene determinado por los gustos y cánones de la época a la que sirve (o que de él se vale para sus fines): paradójicamente, aquello que debiera ser inefable, inmutable o irrepresentable no sólo sucumbe ante el poder de la imagen que lo suplanta (tal es el poder del artista) sino que, milenio tras milenio, resulta ser la principal razón del cambio, el vehículo que articula esa sucesión de expresiones y estilos que conforma una cultura. Así, del mismo modo que no es posible imaginar (traducir a imágenes) un mito anterior a la existencia de su representación, aquel que verdaderamente impera en nuestra edad permanece oculto en el futuro, perdido en un bullir de acontecimientos, y así será hasta que el tiempo lo haga aparecer sobre un poso de sedimentos.
Siempre he tenido la sensación, al contemplar las esculturas de Aurora Cañero, de que sus fuentes estilísticas y sus metáforas son como el agua escapándose entre los dedos: nunca alcanzamos a identificarlas del todo, ni a ubicarlas en un momento concreto de la historia de las imágenes, ni a descifrar el enigma que nos proponen; y, sin embargo, todo en sus sencillas figuras nos resulta de inmediato familiar, disfrutamos de esta obra sin esfuerzo, plácidamente, como si fluyera libremente entre los hilos de esa trama de cánones y estilos, mitos y arquetipos, que conforman nuestra visión del mundo. Y, ¿no es ese afán de fluidez precisamente aquello que determina el nacimiento de las nuevas fórmulas? ¿No busca toda vanguardia una senda despejada, limpia de escombros y maleza, por la que pase sin tropiezos la idea (o el ideal) y llegue salva, sin dejarse jirones de piel enganchados en un zarzal de arquetipos caducos, modismos y dogmas? Si permanece la escultura de Aurora Cañero enigmática e inaprensible pese a que nada hay en sus metáforas, ni en su formulación plástica, que nos resulte del todo ajeno, es sólo porque su lenguaje se mantiene puro.
Lógicamente, cuantos hemos analizado su obra hemos tratado de aprehender alguna gota (o una piedra) que quedara sobre el tamiz. Podríamos recordar las formas macizas y levemente sintéticas de Aristide Maillol (1861 - 1944), el primer escultor post-romántico (y, más concretamente, post-rodiniano) y "padre" de cuantos -¡cuántos!- volvieron su mirada hacia el arte arcaico a lo largo del siglo XX. Y Castro Flórez habló también de "un diálogo insistente con el clasicismo" mas, si bien es cierto que en la escultura de Aurora Cañero el rigor en el tratamiento de las anatomías y el sentido de la proporción nos remiten al canon clásico, no lo es menos que para hallar tanta sobriedad en la estatuaria griega habríamos de remontarnos hasta el Estilo severo (500 - 450 a.C.) y ningún artífice de aquel período fundamental (durante el cual se abandona, entre otras cosas, la frontalidad y se introduce nada menos que el movimiento de la cadera determinado por la pierna de apoyo, que da lugar a la famosa "S" griega) habría imaginado una pose tan natural y relajada como la que adoptan, por ejemplo, los "Socorristas de Biarritz".
No negaré que esta obra, una de las escasas esculturas -si no la única- de Aurora Cañero en la que no se halla presente el ingrediente fantástico, ejerce sobre mí cierta fascinación: demuestra sin lugar a dudas que el misterioso atractivo de sus figuras no depende de su participación en algún ritual más o menos esotérico (hacia el que apuntan instrumentos como el calibrador, el compás, el telescopio, el círculo o el Vestido de luna presentes en las "Reflexiones sobre los cuerpos celestes" o en la serie "Soñando estrellas") ni de su inmersión en un escenario simbólico (como son las barcas de "Navegando juntos" o las atalayas de los "Soñadores" y los "Observadores"), sino que -como corresponde al gran arte- es la forma, con independencia de la narración, la que encierra el verdadero mensaje de la obra.
Desde un punto de vista formal, cuando comparamos sus esculturas de los años 80 con estas últimas, lo primero que nos llama la atención es la progresiva desaparición de los rasgos más propiamente barrocos: en aquellos años, la artista solía modelar melenas enmarañadas que agitaba el viento, estudiaba los complejos pliegues de los paños, buscaba la tensión en poses dinámicas... Sus personajes iban a alguna parte (como los "Caminantes"), se extendían (los "Equilibrios") y necesitaban del espacio circundante para existir ("La ventana"). En cambio, en estas obras de los últimos cinco años, todas las figuras llevan el cráneo afeitado -no dejan por eso de ser ángeles- y suelen aparecer desnudas y en actitud relajada; el pedestal - un elemento fundamental en toda la escultura de Aurora Cañero- marca los límites su mundo o, como sucede en los "Observadores" y los "Soñadores", determina su horizonte; no se expanden sino que se concentran: se detienen, meditan y, sobre todo, miran. Y esta depuración de la forma (esta artista hace que la anatomía parezca la más sencilla de todas las ciencias) se acompaña sin duda de una mayor concreción narrativa. En la actualidad, la escultura de Aurora Cañero - que ilustra siempre analogías y asociaciones, relaciones posibles, imposibles o inesperadas- abarca un territorio amplio que va desde el sencillo poema visual (como la serie "Deseo") hasta la metáfora más compleja y envuelta en una cuidada escenografía. Mas en él no tienen cabida los formatos abusivos, la grandilocuencia y el efectismo porque la escultura de Aurora Cañero es, sobre todo, sutileza; es roce (o caricia), sonrisa, alusión y susurro.
Marcos Barnatán escribió ante estos personajes enigmáticos que "quizá reconocemos en ellos muchos rasgos que nos turban, bellezas o emociones que no dejamos de reconocer, fragmentos de nuestras memorias o instantes que alguna vez imaginamos como posibles". Lo que cuentan las esculturas de Aurora Cañero son los fragmentos perdidos del relato mítico: imágenes de lo sutil y sencillo, de lo evidente, son lo que faltaba por narrar, la diminuta pieza de un puzzle inmenso donde han de existir lo probable y lo imposible. Porque el uno, nos dicen los amantes de bronce que se arañan, se besan y se observan, no es nada sin el otro.